Una peculiaridad del desarrollo político
argentino de los últimos veinte años, es que ora neoliberales, ora
progresistas, los representantes políticos, empresariales y gremiales son
inevitablemente los mismos. El fenómeno no responde a una sorprendente
incapacidad ciudadana en la utilización adecuada de los instrumentos que toda
democracia debe brindar para elegir a sus representantes, sino en la
manipulación ya habitual que ante la proximidad de elecciones nacionales se realiza
de la Constitución
Nacional y leyes electorales, con el único objeto de alcanzar
el fin que caracterizó al llamado conservadorismo: precisamente el de conservar,
en éste caso privilegios de la clase dirigente enquistada en el poder. Casi
naturalmente el fenómeno deriva en oligarquías gobernantes, que en la ciencia
política se entienden como forma de gobierno en la que el poder está en manos
de pocas personas.
Este afán de conservar privilegios hace que
quienes los usufructúan promuevan reformas en las que el interés particular prima
sobre cualquier concepción ideológica con la que se intente enmascarar su
implementación. Los discursos y metodologías empleados por los progresistas de
hoy, no serán muy distintos de los proclamados por los neoliberales de ayer,
durante la presidencia de Menem. La búsqueda de la perpetuación de los
personalismos bajo la legitimación del voto, dado que las Constituciones no
impiden la continuidad de los partidos políticos, concluye con la inevitable
consecuencia del subdesarrollo y pérdida de libertades. La historia está plagada de ejemplos al
respecto. Las justificaciones de los portavoces reformistas son denigrantes
para cualquier sociedad medianamente civilizada: “El líder es la única persona que
puede gobernarnos; no hay otra opción”. Más grave aún es que quienes invocan
engañosamente que el voto ciudadano habilita cualquier perpetuidad de mandatos,
tras cartón implementan reformas al sistema electoral para distorsionar el voto
de las mayorías, tales como la Ley
de Lemas, por la que el candidato ganador no necesariamente debe ser el más
votado; las Listas Colectoras, por las que dirigentes “todoterreno” alcanzan
cargos legislativos al amparo de ir como adherentes de candidatos
presidenciales que no pertenecen a su movimiento; o las escandalosas
“candidaturas testimoniales”, por la que se integran listas para cargos
legislativos con gobernadores y
funcionarios políticos que no asumirían en caso de ser votados. Todas estas
burlas a la ciudadanía son amparadas, cuando no, por los jueces federales con
competencia electoral. Valga un ejemplo: con motivo de las candidaturas
testimoniales en la elección legislativa del 2009, el juez electoral de la provincia de Buenos Aires Manuel
Blanco expresó que hasta tanto no se concretara la irregularidad de que los
elegidos no asumieran, no podía prejuzgar. La irregularidad se concretó, y el
juez Blanco no actuó. Claro está que el entusiasmo reformista jamás alcanza a
eliminar las llamadas “listas sábanas”, por las que se digita quienes
encabezarán las listas para legisladores de los distintos partidos, restando al
ciudadano el poder de elegir a sus candidatos preferidos.
Ante este cuadro de situación, debatir el
sentido de incluir como votantes a los mayores de 16 años, o hacer hincapié en
que la nueva reforma constitucional pretende habilitar nuevas reelecciones de
quien gobierna, es distraer a la ciudadanía con frases altisonantes, en lugar
de plantear temarios mucho más trascendentes. No podemos ser nuevamente
engañados en las elecciones legislativas del próximo año por supuestos
opositores que se presentarán como tales para alcanzar un escaño legislativo, y
posteriormente negociarán con el gobierno habilitando la reforma. Ya nos pasó,
y es un destino mucho más previsible en la actualidad, en donde la oposición
como tal no existe, sino que está conformada por una suma de pequeños grupúsculos
cerrados de supuestos dirigentes con escasa representación y con posturas
amorfas y divergentes, como quedó demostrado en temas trascendentes como la reforma del sistema
jubilatorio, la estatización del paquete accionario mayoritario de Repsol-YPF,
o la reciente estatización de la ex empresa Ciccone Calcográfica. Eso sí; como
chicos juguetones de primaria, con rostros adustos informan a la sociedad con
quienes podrían o no podrían “ir a tomar un café a la esquina”.
Más productivo sería establecer un amplio
temario previo a un eventual debate de reforma constitucional, basado
inicialmente en los manifiestos fracasos de la reforma de 1994, también plagada
de grandilocuencias y resultados opuestos a los comprometidos. Citemos algunos
ejemplos claramente demostrativos: se pretendió minimizar el fuerte
presidencialismo con la creación de la Jefatura de Gabinete, que en la práctica es un cargo
irrelevante que carece de autonomía y no cumple con sus obligaciones; se creó el
Consejo de la
Magistratura para despolitizar el mecanismo de selección de
jueces, pero solo se generó un organismo inocuo e ineficiente dominado por los
oficialismos de turno; se instauró la autonomía política, legislativa y de
jurisdicción de la ciudad de Buenos Aires, que llevada a la práctica solo
provocó que quienes viven y trabajan en la ciudad sean rehenes de conflictos
políticos que le son ajenos entre el Ejecutivo nacional y el Gobierno de la Ciudad ; se otorgó jerarquía
constitucional a la Auditoría General
de la Nación para
controlar las acciones administrativas del Ejecutivo, para que su titular
Leandro Despouy, elegido por el radicalismo como primera minoría legislativa,
manifieste que carece de potestad para actuar por sí mismo ante los reiterados
casos de corrupción en el gobierno. Para concluir, se destaca el más grave
incumplimiento de la
Constitución de 1994, que alcanza más de 15 años al vencer el
plazo en 1997: no se elaboró un nuevo régimen de coparticipación federal entre
Nación y Provincias. Esta sola omisión indica que carece de sentido debatir
sobre una reforma constitucional, cuando el nuevo régimen de coparticipación debe
ser exigible previo a cualquier planteo en tal sentido.
Durante este período preliminar de propuestas
y análisis, deberá observarse sin surge una oposición que aunque incipiente, sea
coherente en lo ideológico, con legitimidad
de representación, y un programa de gobierno alternativo con compromisos
concretos. Porque si continúa la vigencia de los “mini líderes opositores”
actuales, de extrema mediocridad y sin el respaldo numérico suficiente para ser
considerados una alternativa seria de gobierno, a la sociedad solo le restará asistir
una vez mas a una puja electoral entre sectores internos del actual gobierno,
en donde varios de los principales personajes en pugna recuerdan la famosa
frase del Príncipe de Salina, personaje de la obra “Il Gatopardo” escrita por
Giuseppe di Lampedusa, cuando comprende que el final de la supremacía de la
aristocracia se acerca: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que
todo cambie”. Políticos, empresarios y gremialistas argentinos, han seguido
este consejo con gran aplicación durante los últimos veinte años.
Próxima reflexión:
viernes 12 de octubre