miércoles, 28 de febrero de 2018

IMAGEN, DISCURSO Y ESPECTÁCULO


Los acontecimientos políticos continúan analizándose según criterios e interpretaciones tradicionales basadas en lo dialéctico, obviando y/o falseando datos cuantitativos precisos y veraces. En gobiernos con libertad de opinión, necesariamente coexistirán información con desinformación; seriedad investigativa con operaciones de encubrimiento o desprestigio. Los principios básicos de la propaganda política moderna surgidos en la primera mitad del siglo XX, ante la simultaneidad del fenómeno de masas, conflictos bélicos mundiales y desarrollos tecnológicos acelerados, se mantienen. Como así también sus herramientas clásicas, como imagen (afiches, fotos); discurso (invocaciones dirigidas a lo emocional), y espectáculo (concentraciones masivas). Estos principios se extendieron a la comunicación política, empresarial, comercial y social. Pero el acelerado desarrollo en la digitalización de datos, con procesamiento y propagación inmediata, provocó un desfasaje creciente entre el discurso político y la información.

El discurso  u opinión continúa apoyándose en la principal regla de la propaganda política, llamada de la unanimidad y contagio, que se basa en la presión del grupo sobre la opinión individual. Jean-Marie Domenach, especialista en el tema, citó un ejemplo clásico; en el siglo XIX tres sastres de Londres elevaron un petitorio laboral al Rey, firmándolo “Nosotros, el pueblo inglés”. En esta regla se basan las opiniones mediáticas que pretenden ser contundentes, tales como “la gente está sufriendo”, “hay miles de despidos”, “la mayoría exige….”. Cuando se pretende legitimarlas con cifras incomprobables o falaces, el recurso de la “unanimidad o contagio” descoloca a políticos, empresarios, sindicalistas y jueces. La tecnología actual posibilita acceder con total precisión a nombres, cantidades, tareas, o lo que fuere, en la actividad que fuere. Esta realidad paradójicamente desnuda el cinismo de quienes se presentan como bien informados, pero ocultan o niegan información que le es propia, sean obligaciones, manejos de recursos del Estado, declaraciones patrimoniales, estructura de costos, amparándose en el vicio político más practicado: el secreto. El doctor Florencio Varela, hace más de tres décadas lo definía como “la excusa fundada en un misterioso e inasible interés superior que a modo de coraza cubre al mediocre y al pusilánime”. En la actualidad, agregaríamos que es ideal para cubrir también a la corrupción. Pero el secreto, sea en ámbitos públicos o privados, es cada vez más difícil de mantener. Los paraísos fiscales y cuentas “offshore”, por ejemplo, existen desde hace más de cincuenta años, pero hasta hace poco sus “secretos” eran inaccesibles.

Surge entonces una realidad que políticos y amigos de lo mediático no han podido resolver. Mientras intentan impresionar a la opinión pública con cifras incomprobables e impactantes, niegan al ciudadano el derecho de acceder por sí mismo a información “pública”, como salarios y adicionales de funcionarios, legisladores y jueces. Ante supuestas “olas de despidos”, los denunciantes no dan a conocer nombre de los afectados, función, salario, antigüedad y causa. Los empresarios que se quejan de competencia desleal o alta presión impositiva, se niegan a exhibir sus estructuras de costos. Los ejemplos abundan. La escasa información que se da a conocimiento público, es resultado de laboriosos trabajos periodísticos o de  instituciones privadas.  

Ante esta realidad, periodistas y analistas políticos deberán ser más activos en cuanto a obtener de dirigentes con responsabilidades públicas o privadas, no solo opinión (a la que tienen derecho), sino la información cualitativa y cuantitativa que les compete, y habitualmente no brindan. Las preguntas supuestamente incisivas que recibirán respuestas obvias, carecen de sentido. Ejemplo: usted robó?. Respuesta: no; soy un perseguido político. O bien en caso de estar procesado, el interpelado responderá: soy inocente hasta que no se pruebe lo contrario. Las herramientas propagandísticas imagen, discurso y espectáculo siguen plenamente vigentes; lo que ha variado sustancialmente es la posibilidad de obtener rápida información debidamente procesada y certificada. Por ello, los comentarios naturalmente subjetivos deberán sustentarse en objetividades, para generar nuevos interrogantes que permitan finalmente obtener respuestas que definan convencimientos.

Buenos Aires, 28 de febrero 2018

miércoles, 21 de febrero de 2018

MOYANO, GRIETAS Y PEGAMENTOS

Hugo y Pablo Moyano, en su desesperada arenga para movilizarse en defensa de los trabajadores, lograron una inédita simbiosis entre diversos sectores políticos, gremiales y sociales. Hasta hace meses era inimaginable poder cobijar bajo un mismo paraguas de imagen y discurso, a sindicalistas como los Moyano, Santa María, Baradel, Micheli y Palazzo, a izquierdas duras y violentas,  autoproclamados líderes sociales como Grabois; viejos políticos negadores del pasado como Filmus y Solá, y kirchneristas varios. No sorprende en cambio Alberto Fernández, quien con pegamento en mano, es experto en intentar acuerdos de coyuntura con fidelidades oscilantes. Esta asociación variopinta la logró Moyano con un mensaje conciso y entendible: hay que combatir a Macri. El análisis de estas ajadas fotos sepia no debiera banalizarse bajo ironías o eventuales preocupaciones judiciales de la familia Moyano, sino interpretarlas recurriendo a pensadores políticos trascendentes y universales.

Hace más de 2.400 años Aristóteles, a diferencia de Platón, planteaba que las ideas o conceptos no deben separarse del realismo de los objetos. Sobre esta base filosófica entendió que el fin de la política debía ser el lograr el bien común. A fines del siglo XV, en un mundo que ingresaba a la modernidad en un contexto de permanente luchas entre reinos, incluido el Papado, el florentino Maquiavelo, considerado creador de la ciencia política, entendió la puja por el poder en función de la naturaleza humana (no es lo que deseo, sino lo que es). Décadas más tarde a inicio del siglo XX, ante el creciente fenómeno de masas, el filósofo jurídico alemán Carl Schmitt sostuvo que para manejarlas y lograr el poder, se debía plantear la vida política como una lucha sin cuartel entre enemigos irreconciliables. Aristóteles representaba la armonía del bien común, criterio aplicado en lo discursivo. Maquiavelo y Schmidtt revelaron los pliegues más oscuros de la naturaleza humana en las luchas por el poder, por lo que predominan en lo fáctico. Ambos no diferenciaron entre monarquías o repúblicas; entre derechas o izquierdas. A Schmidtt siempre se lo consideró un pensador de derecha, pero sus principios fueron igualmente aplicados por el marxismo.

Lo expresado ayuda a comprender las disímiles convergencias logradas por el “Concilio familiar Moyano”, aunque no hayan leído a Maquiavelo o a Schmidtt. Actuaron conforme a su naturaleza, identificando claramente a un enemigo único para ejercer presión. El enemigo nunca debe ser abstracto (Cambiemos), sino concreto y visible: Mauricio Macri. Al compartirlo, se naturalizó la asociación entre sindicalistas de derecha con grupos de izquierda y troskistas. Acaso Hitler y Stalin no firmaron un pacto de no agresión, mientras les era conveniente?

Mencionados algunos antecedentes conceptuales históricos, es momento de detenernos en los componentes vernáculos. Cuál es la alternativa al “enemigo Macri”? Viejos políticos y gremialistas que atravesaron impertérritos cavallismos, menemismos, kirchnerismos, sin jamás reconocer culpas? Nuevamente encontramos una respuesta sólida en pensadores trascendentes; en este caso Karl Marx. Al referirse a las repeticiones históricas que planteaba Hegel, señaló: “La historia se repite dos veces; primero como tragedia y después como farsa”. Lo que nos recuerda que con los años, la marcha peronista parece haberse convertido en un símbolo de exilio político: se la canta solo cuando se está en el llano. Por ello, a más de cuarenta años de fallecido, Juan Domingo Perón no merece ser usado por los patéticos oportunismos modernos. Vale al respecto la opinión de un auténtico referente del peronismo histórico. Dijo Julio Bárbaro: “El drama de los argentinos es que le ponemos el nombre de peronismo al oportunismo y al apoliticismo, pero podríamos llamarlo de cualquier otra manera. El peronismo no es un partido. Es una asociación al poder”.

Las grietas aún hoy son tragedia, pero el tiempo y personajes desgastados las están convirtiendo en farsa. Evolucionar es una oportunidad para quienes tienen raíces socialistas, radicales, justicialistas, y para las mayorías sin identidades partidarias. Pero evolucionar significa mirar hacia adelante, no repetir el pasado.

Buenos Aires, 21 de febrero 2018

miércoles, 14 de febrero de 2018

DISCURSOS AGRIETADOS

La renovada crítica al nepotismo en distintas organizaciones estatales, reitera grandilocuencias discursivas que pretenden aprovechar coyunturas políticas, sin que nada cambie. Sin embargo la supervivencia de viejas clases dirigentes agrietó este oportunismo y/o cinismo dialéctico, permitiendo que la ciudadanía detecte cosméticas del engaño, como la de señalar supuestas inobservancias éticas, en lugar de desactivar los vicios y abusos legalizados que destruyen a la organización política, social y económica llamada Estado. Que alcanza a las instituciones no gubernamentales y/o privadas, cuando perciban recursos públicos cuyo destino el Gobierno está obligado a controlar (subsidios, créditos, aportes).

Este oportunismo discursivo que entremezcla ética con nepotismos, amiguismos, complicidades y tramas de corrupción, pretende obviar acuerdos virtuosos para desactivar procedimientos y subterfugios legales que permiten crear organismos irrelevantes, funciones superfluas con ingreso de personal innecesario y apartado de los requisitos de ley (sin quejas gremiales), con escalas salariales que vulneran el principio de “a igual trabajo igual remuneración”. De este modo, los acuerdos multipartidarios y gremiales tienden a mantener una administración pública familiar y clientelar, que limita el acceso de los ciudadanos comunes a cargos públicos por vía de la competencia y méritos propios.  

Al engaño de invocar supuestos conceptos éticos, oficialismos y oposiciones predican que ciertos conceptos se presuman válidos por su solo enunciado y repetición. El ejemplo más claro es el de “cargos políticos”. Destaquemos algunas leyes, conceptos y números. A nivel legal, el artículo 85 de la Constitución en su inciso 7, señala que el presidente de la Nación “por sí solo” nombra y remueve al Jefe de Gabinete, ministros, oficiales de su secretaría, agentes consulares y empleados cuyo nombramiento no esté reglado por la Constitución.  Fuera de este marco, las designaciones necesitan acuerdos legislativos. Por su parte la Ley 25.164 que regula el Régimen de Empleo Público, en el inciso b) del artículo 4°, indica que la selección para el ingreso a la Administración deberá asegurar “el principio de igualdad en el acceso a la función pública” (textual). Su artículo 9° establece que el régimen de contratación, siempre es de carácter transitorio. Es evidente que políticos y sindicalistas no aplican las leyes.

Relacionemos lo conceptual con lo numérico. Es usual y razonable que un presidente cuente con la posibilidad legal de cubrir discrecionalmente los principales cargos del poder Ejecutivo, con quienes entiende reúnen los perfiles adecuados y se identifican con el programa de gobierno. Llamémoslo “confianza”. Cuando lo traducimos a números, se reconocen 3.000 cargos políticos en la administración nacional, excluidos organismos descentralizados. Surgen preguntas sin respuestas: es el número que la Constitución faculta al presidente, o dicha facultad se extiende a otros funcionarios? Cuáles son “cargos políticos”, y quiénes los definen? Quiénes los controlan y evalúan?  

En cuanto a política salarial, las inconsistencias se incrementan. Se apela al ardid de otorgar a organismos supuestas “autonomías funcionales” e inexistentes “autarquías financieras”, pues los recursos tienen como único origen lo que recauda el Estado. Es como si un hijo que depende económicamente de su padre, considerara que tiene autarquía financiera. El Presidente de la Nación, que es el más alto cargo público, percibía a septiembre de 2017 un sueldo de $ 208.207. Pero asombrosamente es superado por muchos otros funcionarios “autónomos y autárquicos”. El absurdo no reconoce jerarquías. Un chofer del Banco Central gana cuatro veces más que un chofer de un ministerio. Estas asimetrías explican la negativa a transparentar los salarios públicos, o aún falsearlos.
 
Estas irracionalidades no son inicialmente imputables a los que genéricamente se llaman “empleados”. Se deberán solucionar desde arriba hacia abajo, desactivando otra excusa falaz: “el ahorro es irrelevante”. El problema no es “bajar salarios”, sino crear cargos absurdos “para justificar salarios”. Lo enunciado es de plena aplicación para los poderes legislativo, judicial y organismos internacionales.

Buenos Aires, 14 de febrero 2018

miércoles, 7 de febrero de 2018

NEPOTISMO, ÉTICA Y ESTÉTICA

La recurrente práctica del nepotismo político abarca a los poderes ejecutivo, legislativo, judicial, municipios y provincias. Al momento de debatirlo, los sectores favorecidos repiten discursos cínicos y falaces. Cínicos, porque los oficialismos y oposiciones de turno lo ejercen y avalan desde hace décadas. Falaces, porque para que nada cambie, plantean el debate en términos éticos, cuando debiera ser en marcos legales. Pero el juego de la demagogia se desgastó. La ciudadanía evaluó como igualmente nefasto que la hija del ex ministro Rossi o la hermana del actual ministro Triaca hayan sido designadas en el directorio del Banco Central por sus vínculos familiares. Es oportuno entonces reflexionar sobre el origen y consecuencias del nepotismo, que exceden a las consideraciones ético-morales.

El nepotismo es de origen monárquico, muchas veces asociado a manejos hereditarios del poder (toda semejanza con algunos gobernadores, intendentes y gremialistas es casual). En sus antecedentes históricos jamás se asoció a debates éticos, sino a una forma de concentración y mantenimiento del poder, bajo distintos matices: absolutismo, despotismo ilustrado, monarquías constitucionales, dictaduras, democracias. El origen conceptual no varía: “Tengo poder discrecional para decidir o intermediar, y favorezco a mis intereses”. La ética por su parte, es una rama de la filosofía relacionada con la moral, que estudia los comportamientos humanos íntimos o externos en la obediencia de normas y costumbres. A diferencia de la ley, ninguna persona puede ser penalizada por no cumplir normas éticas, a diferencia de las normas administrativas o penales con sanciones específicas.

La mal llamada ley de Ética Pública vigente fue promulgada en el año 1999. Presenta curiosidades que explican el cinismo del debate político: el nepotismo no es mencionado. Más aún, su Artículo 23 prevé una Comisión Nacional como organismo de aplicación, que nunca fue creada. Un aspecto relevante es la obligación de los funcionarios y legisladores de presentar declaración jurada de bienes, y en los casos que correspondan para establecer eventuales incompatibilidades, sus antecedentes laborales. Jamás se aplicaron sanciones para quienes incumplieron este requisito. El próximo tratamiento por el Congreso de la reformulación de la ley que lleva a cabo la Oficina Anticorrupción, brinda una oportunidad para entender la diferencia entre ética y legalidad. El tratamiento de la ley y su aprobación estará a cargo de quienes legalizaron fueros propios, que les permiten presentarse como candidatos electivos o ejercer como legisladores, estando procesados o condenados por delitos comunes (enriquecimiento ilícito, contrabando, defraudación, etc.). Evidentemente no es ético, pero es legal. Y lo exigible es lo legal. Por ello la ciudadanía no debe dejarse engañar por la falsa estética discursiva de la ética, sino guiarse por las calidades y cumplimiento de las leyes.   

Superada la instancia filosófica, indaguemos en los concretos efectos del nepotismo en nuestro sistema democrático, en el que aún sobreviven demasiados y ansiosos golpistas civiles. El más devastador es el de la corrupción estatal, que asocia a funcionarios, empresarios y testaferros para depredar recursos públicos. Para ello se debe instalar una extendida “trama” de complicidades en los sectores del Ejecutivo, Legislativo, Judicial, organismos de control y sindicales, para obtener el paraguas necesario de la impunidad. Implementar la trama y lograr su continuidad temporal no es sencillo. Se apoya en reelecciones indefinidas, sistemas electorales que faciliten continuidades, leyes laxas contra la corrupción, organismos de control sin control, elecciones gremiales condicionadas, traspasos hereditarios, nepotismos. Ante hechos corruptos repercuten en la opinión pública los actores “activos” partícipes directos en el delito, pero poco se habla de los “pasivos”. Son los que sin recibir beneficios pecuniarios del negociado, lo permiten “dejando hacer”, ocultando, o incluso interviniendo en acciones de propaganda para deslegitimar acusaciones y  confundir a la opinión pública. También usufructúan fondos públicos, a través de cargos bien remunerados o importantes honorarios en caso de “servicios externos”. Para otorgarlos se necesita poder de decisión. Ello nos confronta con una pregunta que incursiona  en las estructuras del Estado: cuántos funcionarios tienen ese poder de decisión? La segunda pregunta es más inquietante: el Presidente de la Nación tiene de por sí solo el poder para desactivar la sólida trama “política-nepotismo-corrupción”?


Buenos Aires, 07 de febrero 2018